EL PRIMER ENCARGO
UNA ENTREGA DE SORRI LYRAX
CAPÍTULO 3
Cuando aparecieron las lágrimas, fui incapaz de contenerlas, lo que sólo sirvió para que me sintiera aún peor.
No es fácil hacerme llorar, y puedo asegurar que no tengo por costumbre llorar en público. De hecho, la única ocasión en la que recuerdo haber llorado en presencia de otras personas fue en el funeral de mi madre, y en esos momentos no podía importarme menos lo que pudiera pensar de mí la gente.
La mayoría de los viajeros que pasaban por el puerto lo hacían por cuestiones de negocios, de manera que iban subiendo a los hovertaxis que los llevarían a sus reuniones. Cuando empecé a lloriquear, fue como si hubiera contraído una enfermedad muy contagiosa y de repente hubo una burbuja de espacio vacío a mi alrededor.
Me restregué la cara con el antebrazo, tragándome el moco que amenazaba con pegarse a la manga de mi suéter favorito.
Cuando por fin se me secaron los ojos, respiré hondo aún temblorosa.
Ese hombre, el que me había robado el MobiGlas, no era un actor. De eso estaba segura.
En el Horda Dorada ya había visto a hombres como ese entrar en el local, y mi padre siempre había estado atento a señalármelos y enviarme a la parte trasera a hacer inventario. Había algo visceral en ellos, como si fueran depredadores sueltos en un corral de ovejas.
En el puesto de seguridad yo había estado dispuesta a engañarme a mí misma, pensando que la capitana podía estar representando un papel, una parte más de la misión de prueba a la que me habían enviado. Pero ahora esa ilusión había saltado en pedazos.
Eso también me hizo darme cuenta de que tal vez la compañía me había enviado los archivos equivocados, o quizás incluso sí que eran los archivos correctos y su plan era pasarlos en secreto a través del puesto de seguridad. Y este hombre, claramente algún tipo de criminal, estaba enterado de su existencia.
Todo ellos hacía que recuperar esos archivos fuera aún más importante. Me pellizqué el brazo, enfadado conmigo misma por haber sido tan descuidada con el MobiGlas. Si no lo recuperaba, lo más seguro es que me despidieran de FTL, tal vez incluso me multaran por mi falta de cuidado, y entonces me vería obligada a arrastrarme de vuelta hasta mi padre no sólo con un fracaso, sino también con una deuda.
¿Pero cómo iba a poder recuperar el MobiGlas?
Como la capitana Hennessy había dicho, yo no era más que una novata. Ignoraba quién era ese hombre, o hacia donde se dirigía. Y ahora mismo me sacaba unos buenos diez minutos de ventaja en su electrociclo, mientras que yo iba a pie.
Mi estómago escogió ese momento para empezar a gruñir, recordándome otro problema. Tenía hambre. De hecho, me sentía famélica.
A mi padre le gustaba decir que yo comía como un pajarito, siempre que ese pajarito fuera un cóndor. Me gustaba pensar que yo tenía el metabolismo de un colibrí, pero en realidad él quería decir que yo estaba siempre comiendo.
Darme por vencida significa conseguir algo para comer. Tampoco es que yo tuviera alguna forma de encontrar a ese tipo. Decidí que antes de nada encontraría algún vendedor de kebabs especiados, y luego sopesaría mis opciones.
Cuando agarré las correas de mi mochila, mi mano golpeó el botón cámara y mi rostro enrojeció por la excitación.
Me descolgué rápidamente la mochila y busqué en su interior hasta encontrar mi otro MobiGlas, el de uso personal. Me había olvidado de que lo tenía, con una cámara (esperaba) grabando. Con la racha de suerte que llevaba, me esperaba cualquier cosa.
- Por favor, que sigas grabando, por favor, que sigas grabando… - susurré mientras accedía a los archivos de la cámara.
Solté un silbido de alivio cuando vi que la cámara todavía estaba grabando imágenes de video.
Retrocediendo a hacía diez minutos, volví a pasar la escena. La cámara botón estaba a poca altura, por lo que mostraba al tipo en un ángulo ascendente, enfocando directamente a su torso y mandíbula. Entonces la vista osciló de un lado a otro cuando me arrebató el MobiGlas y se dio a la fuga.
Volví a pasar la escena tras veces hasta que vi lo que necesitaba. Lo primero fue la matrícula del electrociclo, además de la pegatina de la compañía de alquiler que llevaba en la parte de atrás. A menos que el ladrón hubiera planeado el robo hace semanas, lo que incluía falsificar la matrícula, tal vez yo pudiera averiguar su identidad a través de la compañía de alquiler.
La segunda pista, que era también la más preocupante, era que el ladrón llevaba un traje presurizado para el espacio profundo debajo de su chaqueta de cuero. Cuando me cogió el MobiGlas yo sólo le había visto la cara, pero la cámara le había grabado el torso.
Parecía probable que el ladrón tuviera una nave escondida en algún lugar del planeta o en órbita baja. Lo que también quería decir que no tenía intención de devolver el electrociclo.
Pero si yo lograba averiguar dónde lo había alquilado, tal vez eso me permitiera descubrir dónde había aterrizado. Tenía una oportunidad, pero sólo iba a poder aprovecharla si me ponía a perseguirlo de inmediato. Lo que significaba que no iba a poder pararme a comer algo.
Suspiré.
Así que llamé un taxi, un vehículo terrestre de motor diesel en lugar de un deslizador porque eso era todo lo que podía permitirme, y cuando el conductor me preguntó a dónde quería ir, dudé por un momento. Tenía que ponerme en movimiento, incluso aunque no supiera a dónde se dirigía el ladrón. De manera que iba a tener que hacer una suposición.
Hacia el sur estaba la región más adinerada, por lo era dudoso que hubiera aterrizado allí. El norte era más industrial, lo que significaba muchas cámaras de seguridad. Eso dejaba el este o el oeste.
Un rápido repaso del mapa de mi MobiGlas me mostró que el lado oeste de Nueva Alejandría estaba menos poblado. Encontré un pueblo a lo largo de las carreteras principales y le dije al conductor que me llevara allí. Ir hacia el oeste también tenía sentido porque el ladrón iba en un electrociclo, un vehículo que necesitaba carreteras, como las que utilizaban los granjeros y demás gente del campo.
Mientras el taxista conducía, empecé a llamar a las compañías de alquiler que había en la zona, preguntando si un hombre demasiado grande para un ciclo había alquilado uno recientemente. Nadie quería contarme nada hasta que les dije que: uno, se trataba de mi marido y estaba intentando abandonarme a mí y a nuestro bebé recién nacido, y dos, que no tenía intención de devolver el ciclo.
Encontré la compañía correcta al tercer intento. Estaba al oeste, a unos cien kilómetros de la ciudad. Calculé mentalmente lo que iba a costar el viaje en taxi y me di cuenta de que apenas tenía el dinero suficiente. Si me hacía falta ir más lejos hacia el oeste, me quedaría sin nada.
Una vez me hube acomodado en el asiento, empecé a arrepentirme profundamente de lo que estaba intentando hacer. Sería más seguro dar la vuelta, conservar mi dinero, y pasar todo el viaje de vuelta pensando en una manera de ganar el dinero necesario para saldar mis deudas con FTL.
Mi otra opción era mandarlo todo al cuerno y quedarme en este planeta, y ponerme a buscar un trabajo apropiado para mis habilidades, fueran cuales fueran estas.
Pero una diminuta parte de mí se negaba a permitir que esta oportunidad se perdiera. Llevaba años planeando y ahorrando para poder llegar hasta aquí. No iba a permitir que un poquito de mala suerte lo arruinara todo. Eso, y que no quería tener que volver hasta mi padre con las manos vacías y además endeudada.
Di una fuerte palmada con el asiento, lo que me granjeó una mirada de reproche del conductor. Y entonces mi estómago se puso a gruñir, lo que le hizo esbozar una sonrisa.
Y justo cuando una leve lluvia empezó a salpicar las ventanas del taxi, pasamos frente una fila de puestos de comida al aire libre que tenía por lo menos un kilómetro de largo. Podía oír claramente a los tenderos voceando su mercancía con el fuerte acento de los viajeros espaciales: albóndigas de queso fritas, estofado de ave de túnel, pastelitos de manzana, cerveza suave, y cosas así.
Por culpa del tráfico íbamos pasando por delante de los tenderetes a un paso lánguido. Si no hubiera estado tan hambrienta, y contemplando atentamente cada tenderete que pasaba, podría no haberme fijado en el mastodonte que estaba acurrucado bajo uno de los toldos.
- Pare aquí – dije, y nos detuvimos detrás de un enorme camión de reparto transcontinental cuyas ruedas eran tan altas como yo.
El mastodonte estaba terminando un par de kebabs, supuse que de cordero especiado basándome en la expresión satisfecha de su rostro. En fin. Todavía no había acabado de chupar toda la carne del palito, por lo que decidí acercarme a uno de los tenderetes. Necesitaba algo en el estómago, porque empezaba a sentirme mareada.
La lluvia había disminuido, y me abrí camino entre la multitud dirigiéndome hacia uno de los tenderetes de comida con menos cola, limpiándome el agua de la cara. Albóndigas de queso fritas. No era un plato que me entusiasmara, pero tampoco iba a ponerme puntillosa.
A pesar de lo corta que era la cola, avanzada lentamente. Apreté los puños y deseé que fuera más deprisa, pero eso sólo sirvió para que pareciera ir aún más lenta. Mi estómago añadió unos cuantos gruñidos que acompañaron las maldiciones que murmuraba.
Y justo cuando alcancé por fin la parte delantera del tenderete y el vendedor, un hombre con la piel curtida como el cuero y números tatuados en el cuello, me preguntaba con un fuerte acento: - ¿Té pongo algo, abejita? - vi que el mastodonte se encaminaba hacia su electrociclo, que había aparcado cerca.
Cuando lo puso en marcha y empezó a acelerar, solté una maldición y corrí de vuelta al taxi. El vendedor me gritaba algo a mis espaldas -. ¡Al final no quiero nada! – le contesté.
Mi taxi siguió al mastodonte durante treinta kilómetros más, y durante todo ese tiempo fantaseé con comida. Entonces el mastodonte salió de la vía principal de dos carriles y se metió por un camino lateral de grava que discurría entre un par de granjas. Se estaba acercando el anochecer, y la capa de nubes hacía que la luz fuera aún más tenue y escasa.
Dejé que el taxi pasara de largo el camino de grava y luego diera la vuelta y se metiera en él. Más allá de las granjas, el paisaje se convertía en un bosque, aunque los árboles eran bajos y achaparrados y tenían hojas verdeamarillentas cuyo olor parecido al eucaliptus me llegaba por la ventana abierta.
Cuando vislumbré la lanzadera por entre un hueco en los árboles, le dije al conductor que me dejara ahí. Me preguntó si quería que me esperara, pero yo no tenía dinero suficiente para pagar el viaje de vuelta, así que le dije que se marchara. Me cobró la cuenta a través del MobiGlas, lo que dejó mis fondos bajo mínimos.
Avancé a gachas por el camino, fijándome en las marcas de neumáticos en la hierba húmeda. Cuando llegué al borde del claro, me agaché aún más y miré a mi alrededor. Expecto por la lanzadera de color gris acero cuyo morro estaba marcado por las quemaduras provocadas por numerosas reentradas, el claro estaba vacío.
Agachada sobre mis rodillas, me sentí traspasada de repente por un momento de racionalidad. ¿Qué estaba haciendo yo aquí, en nombre del espacio? Este hombre era como mínimo un criminal, y tal vez fuera un asesino.
Cerrando los ojos, escuché el sonido que hacían los insectos entre los árboles. En ese preciso instante decidí abandonar mi insensato intento de recuperar el MobiGlas de la compañía. Y también oí el chasquido de una ramita rompiéndose detrás de mí.
- Pequeña metomentodo persistente – dijo una voz procedente del lugar donde se había roto la rama -. Parece que Dario logró encontrar una aliada.
La dicción de quien había hablado me dejó confundida. Era la entonación fluida de un aristócrata de la Tierra, en lugar del tono brusco que habría esperado de un matón brutal del tamaño de un guerrero vanduul.
Pero no tuve oportunidad de ver a quien hablaba antes de que algo me golpeara en la nuca y me dejara inconsciente.
Continuará…
Traducción por Vendaval en CE.
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